26 septiembre 2013

Educación más pública, mundo más equitativo, Estado de mayorías

Mas allá de las discusiones de unos y otros en días pasados producto del Golpe Militar y sus consecuencias, para nada soslayables, es importante reflexionar sobre el presente y futuro más inmediato de nuestra sociedad y del rol del sistema de educacional en este plano.


Sebastián Donoso, El Mostrador
Lo que venimos presenciando desde hace algún tiempo ya en la esfera pública de nuestra sociedad, es un cambio hacia una nueva propuesta de derechos y deberes de nosotros los ciudadanos, cambios que no tienen un hilo conductor lineal ni del todo evidente, sino más bien un mosaico de demandas e intereses que se van mezclando según el origen de tales demandas, las cuales representan al menos tres cosas:

1. Primero, una importante insatisfacción de nosotros con lo que se ha vivido en los últimos años, cuya data pueden ser los 40, 30, 20 años, pero esta insatisfacción (en palabras de Amartya Sen), no es solamente porque existen injusticias, sino más bien debido a que se hace muy poco por remediarlas. Esta es la sensación que tenemos los ciudadanos más anónimos, sensación que pudiendo ser subjetiva como se llama hoy a estas políticas, en los hechos, es plenamente sentida por vastos sectores.

2. Segundo, esta redefinición de los derechos ciudadanos implica, necesariamente, igual cosa para los derechos de los demás componentes de la sociedad: los otros ciudadanos, el Estado y las empresas. Ciertamente, el aumento de los derechos de los ciudadanos implicará redefinición de los derechos del Estado y sus instituciones, como asimismo de las instituciones privadas en este marco, los cuales —por cierto— en una sociedad de mercado con una regulación precaria como la chilena, han implicado una asimetría exagerada, afectando notablemente los derechos de las personas.


3. El tercer aspecto, incluido en parte en lo anterior, es que el Estado debe cambiar su rol. La dictadura y su política neoliberal escindieron al Estado respecto de los ciudadanos, transformándole en un ente ajeno a los intereses de las personas —tanto mayorías como minorías—, un ente con vida propia que finalmente no responde a los ciudadanos. Esta visión del Estado también está en retroceso.

Un país con una poderosa educación de lo público exigiría sin trepidar un Estado ciudadano, ejerciendo su derecho mandante sobre las autoridades… sin recurrir a la violencia, pero exigiendo responsabilidad a cada uno y a sus instituciones, públicas y privadas en esta tarea.

La dictadura toma, usurpa la potestad ciudadana sobre el Estado, amparada en lo que Gonzalo Rojas llama “el legítimo derecho de rebelión”, pero con una salvedad esencial: de existir ese derecho, su sentido sería devolver a los ciudadanos el derecho de autogobierno que les asiste, y que habría sido el “origen de la rebelión”, cuestión que, en los hechos, en el caso chileno no ocurre, sino parcialmente al entrar en vigencia de forma plena en 1990, algo tardíamente, la constitución de 1980. Por lo tanto legitimar el Golpe de Estado con esa argumentación termina auto-negando su razonamiento y por tanto invalidando su ya feble justificación.

Los ciudadanos reclamamos un Estado representativo plenamente de nuestros intereses, deseos y capacidades. Un cambio relevante en el orden tutelar de un país que autoriza —bajo una constitución aún muy discutible— a un número muy reducido de personas, el Tribunal Constitucional, a zanjar aquellas cuestiones vitales, que en definitiva competen a los ciudadanos y no a un cuerpo que no les representa ni les reconoce como mandantes. Es decir un Estado escindido de los ciudadanos, cuestión que es vital para que una minoría gobierne, como es el caso de Chile, o para asegurarse en el peor de los casos el cogobierno, como ha sido también en los 20 años de Concertación.

Esto los poderosos del país lo tiene muy claro, por eso lo diseñaron de esta manera, y cuando El Mercurio editorializa respecto de la reciente declaración de la Corte Suprema de Justicia sobre su actuar institucional en el período dictatorial, lo que busca es mantener escindido, cortados los puentes entre el Estado y sus Instituciones y los ciudadanos, al respecto señala: “Como es obvio, ni los magistrados ni la Corte actuales son los de entonces, y este gesto supone que los ministros de hoy responsabilizan a sus predecesores, que no pueden ya sostener sus ‘razones y sinrazones’. Ni en lo intelectual ni en lo jurídico competen a la Corte Suprema evaluaciones histórico-morales que determinen un alcance político presente. Su responsabilidad es la actual que le asignan la Constitución y las leyes: ni una menos, pero tampoco ni una más”.

Las palabras de este diario, que bien muchos sabemos no escatimó argumentos para apoyar el Golpe y la dictadura, confunde cosas. Primero, en todo Estado moderno se entiende que las instituciones son continuadoras de su accionar, pues en caso contrario cada cambio de gobierno podría negar los compromisos contraídos en materia de Estado y por tanto, entonces, estar en un proceso de refundacional constantemente, cuestión que es insostenible en todo plano.

La extensión de este argumento suscrito por El Mercurio, deslegitima y niega los actos de los jerarcas de la Iglesia Católica cuando han pedido perdón por el accionar de sus predecesores en diversos conflictos, incluyendo las enormes atrocidades de la Segunda Guerra Mundial y la matanza de más de seis millones de personas del pueblo judío en campos de exterminio. Podría sumar otra serie de casos que ilustran este punto, incluyendo la misma Canciller Alemana en representación de su pueblo cuando hace un mea culpa sobre el nazismo al respecto.

Sería un acto de insensatez plena que quienes hoy detentan un cargo, y observan el incorrecto actuar de sus antecesores en el ejercicio del mismo, o bien manifiestan discrepancias importantes respecto de ello, no pudiese opinar sobre el mismo. De no hacerlo serían cómplices, más aún en lo que dice relación con la obligatoriedad que todo funcionario público tiene al respecto, incluso en lo moral, de denunciar aquellos hechos que no parecen apegarse al derecho.

Tampoco el derecho de antigüedad es un precedente para invalidar una opinión. Por el contrario, a cada persona le competen los mismos derechos y deberes por el solo hecho de existir, independiente de su raza, color, género, situación socioeconómica y otras, como también no le corresponden menos derechos que a sus antecesores, lo que está implícito en la argumentación del diario El Mercurio, ya citada, como también de la existencia del Tribunal Constitucional, de una democracia protegida y de un sistema binominal, etc. Es decir, los ciudadanos actuales no tenemos el derecho de autodefinir nuestro sistema de gobierno, salvo en el marco que definieron los predecesores, cuyo derecho superior, residiría en el débil argumento que fueron exactamente predecesores, sin otra argumentación, cuestión que no es sino ratificar la escisión de los ciudadanos con el Estado y la potestad ciudadana como mandantes de las autoridades públicas.

Los ciudadanos en este escenarios vamos, con los recursos que tenemos, en demanda de nuevos derechos, enfrentando a los poderosos y las élites políticas, sociales, religiosas, e incluso intelectuales, y quienes no lo comprendan o no lo quieran comprender, han de hacerse igualmente responsables por las tensiones que estas posturas ocasionen en nuestra convivencia.

¿Por qué muchos de nosotros siente que no tiene responsabilidad sobre la convivencia social?

Una parte sustancial de la respuesta a esta pregunta y su argumentación predecesora, se encuentra en la débil educación pública que hemos tenido en estos más de 40 años: Débil educación y práctica de lo que es público, del sentido de lo público, de lo que nos corresponde como persona en deberes y derechos ante los demás, de lo que corresponde al Estado como representante ciudadano (e infinitesimal de mi voluntad) y a los privados en este accionar.

Hemos caricaturizado la educación como un secuencia creciente de mediciones SIMCE, de semáforos vacíos que no dicen nada, de Liceos de Excelencia, como remedos para los que no tienen, de lo que debería ser una buena educación pública, en lo instrucciones y en lo valórico, y así suma y sigue.

Un país con una poderosa educación de lo público exigiría sin trepidar un Estado ciudadano, ejerciendo su derecho mandante sobre las autoridades… sin recurrir a la violencia, pero exigiendo responsabilidad a cada uno y a sus instituciones, públicas y privadas en esta tarea.
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