Juan Guillermo Tejeda
Departamento de Diseño, Facultad de Arquitectura y Urbanismo
Universidad de Chile
Las universidades son, desde el siglo XIII europeo, y desde las postrimerías
de la era colonial en América, el reino oficial u oficializado del conocimiento.
Fueron mayormente públicas, hoy ya no, y las fronteras que antes había entre
lo público y lo privado se han hecho borrosas. Se supone en todo caso que
la sociedad, mediante mecanismos diversos, sostiene estos espacios donde
los especialistas debidamente jerarquizados investigan o crean, y los más
jóvenes aprenden.
Investigar, crear y aprender son actividades que los humanos acometemos
por naturaleza, incesantemente a lo largo de la vida. Según John Holt somos
animales curiosos, necesitados de saber cosas, y crear algo nos brinda siempre
un placer especial. Los problemas comienzan (lo muestra brillantemente
Ivan Illich) cuando el espacio educativo, en este caso universitario, se
institucionaliza, se jerarquiza, y se propone reglamentar mediante protocolos
rígidos las operaciones naturales de investigar, crear y aprender. Lo que
ocurre durante esas operaciones es que el fin declarado de la institución
–el saber– se cambia por otro, que es finalmente la pervivencia de la casta
administrativa, el mantenimiento en el tiempo de la institución, y lo demás
da un poco lo mismo.
Desde que operan en el mundo las reformas a la universidad impulsadas
hace treinta años por la señora Thatcher, Reagan y Pinochet, nos encontramos
con un sistema –hoy globalizado– cuyo principal afán es financiarse y brindar
servicio a sus clientes, para lo cual los actores académicos necesitan exhibir
indicadores. De otra manera no hay sueldo para ellos. Los indicadores son una especie de dinero o fichas de pulpería con los cuales se compran recursos
en el mercado del sistema universitario.
La clientela universitaria de hoy no es ya un grupo de seres de elite
preocupados por el conocimiento, sino una masa de personas justamente ansiosas
de validarse como miembros de un amplio segmento social transversal con
acceso a los bienes que forman el equipo o kit del buen vivir contemporáneo:
casa propia, auto, conexión a internet, smartphone, ropa de marca, educación
privada para los hijos, ausencia de obligaciones en el trabajo manual, etc. Para
este público la universidad funciona como una plataforma de promoción e
inclusión, y así lo ven los políticos y en general la sociedad. Un curso o un
grado, en este contexto, no tienen más sentido que sumar puntos para obtener
las certificaciones que consolidan aquel estatus. Las dinámicas propias de la
generación, transmisión y conservación del saber poco interesan en el nuevo
esquema dominante.
Dentro de esta floreciente industria así instalada, los académicos
operan como modestos proveedores del sistema, y deben a su vez validarse
constantemente, aportando a sus instituciones aquellas acciones y productos
que sirven para sumar puntos. Se validan los clientes (estudiantes), se validan
los proveedores (académicos) y se valida a su vez la institución-empresa (la
universidad). Todas estas validaciones son administrativas, arbitrarias, a la
manera de los puntos de un juego de cartas.
El académico como caballero andante, pionero, descubridor o conquistador
de nuevos territorios siempre inciertos que se van agregando a lo que la
humanidad conoce, ha sido reemplazado por este afanoso proveedor de
servicios que es el académico evaluado, calificado, jerarquizado, acumulador
de millaje académico, pasivo jugador de un sistema de reglas impuestas por
burócratas y por formularios. Un alumno más del colegio en el cual se ha
ido convirtiendo la universidad, antes refugio de los espíritus libres. Los
estudiantes son hoy clientes, y el fangoso reino del comité, que obstaculiza
sin producir, ocupa y tapona el espacio de la libertad.
Los indicadores que se imponen hoy en el sistema tienden a ser
cuantitativos y estandarizados, porque de otro modo no podrían las autoridades
políticas y económicas asignar recursos a lo que se va haciendo dentro de
las universidades. Categorías como “interesante”, “cálido”, “participativo”,
“público”, “emocionante”, etc., no son útiles para la asignación de recursos,
en cambio sí lo son las cuantificaciones del tipo “tasas de retención”, “número
de doctorados”, “edad promedio”, “papers publicados en revistas indexadas”,
“citaciones”, etc.
En esta cultura de indicadores que opera como combinatoria de partículas,
la identidad moral de las instituciones se desintegra: ante un dato mensurable
como “cantidad de papers publicados en revistas indexadas en el último
semestre” da igual que estemos en una universidad pública, o privada, o
religiosa, o militar. Los números reemplazan a los valores, y el dinero público
sigue magnéticamente al dinero privado.
En esta guerra diseminada, quienes construyen las tablas de indicadores
y redactan los formularios del caso son los que retienen el poder y controlan
el esfínter del sistema. Las universidades se guían hoy más por formularios
que por cualquier otra herramienta, y en eso se parecen mucho al sistema
médico, donde el doctor jamás mira a los ojos al paciente ni quiere escuchar
cómo se siente, sino que se concentra en los resultados de los análisis, y
antes de eso hay que pagar.
Está pendiente, quizá, un estudio de los formularios como herramienta de
poder y como instrumento de perversión antojadiza de la realidad. Trozar la
existencia reduciéndola a casilleros a cada uno de los cuales se ha asignado
un valor de cambio constituye sin duda una operación audaz, y lo extraño es
que esa metodología tan arbitraria goce de tan irresistible popularidad. Los
formularios son instrumentos que permiten operar en la complejidad, pero los
formularios son también las herramientas favoritas de las peores dictaduras.
Al mismo tiempo, los formularios alimentan la burocracia y la burocracia es
un mundo per se, y sobre eso las consideraciones de Max Weber o de José
González García en su estudio bellamente titulado “La máquina burocrática:
afinidades electivas Weber-Kafka”.
Las disciplinas científicas traducen de modo cristalino su empeño a través
de determinados indicadores e instrumentos de medición. Sin embargo, la
traslación de esa metodología a disciplinas humanistas o artísticas resulta letal.
Así, la vieja cuestión de la hipótesis, que es de gran utilidad en la investigación
científica, resulta ociosa en el desarrollo artístico o literario. Lo mismo
ocurre con aquello del problema. ¿Qué problema soluciona el diseñador de
una nueva silla cuando el problema de sentarse está solucionado hace rato?
Pero si no llenamos como está mandado los casilleros del problema y de
la hipótesis no es posible concursar a fondos, ni redactar informes, ni escribir
papers, y entonces hete aquí que nuestros académicos de las áreas humanistas
y artísticas se empeñan en llenarse de “problemas” y de “hipótesis” que jamás
se han planteado, porque su auténtica inquietud intelectual es de otro tipo.
Se desliza así masivamente el mundo universitario al mortecino mundo de
la simulación, o dicho simplificadamente, de la mentira. Mientras la verdad nos resulta siempre estimulante, la deshonestidad, aunque ocasionalmente
atractiva en cuanto performance teatral, es finalmente fatigosa. Escuchar o
evaluar mentiras es muy tedioso, si no irritante, y conduce a prolongar el
estado mentiroso de las cosas.
Cuando en la creación de un diseño o de una pieza de teatro o de televisión
pretendemos tener todo controlado de antemano, desafiamos el orden natural.
La creación artística no opera de ese modo.
Paul Feyerabend, también Donald Schön, Nigel Cross en el área del
diseño, y varios otros han querido refutar los métodos canónicos del trabajo
académico tratando de validar por ejemplo aquello que durante el proceso se
va haciendo y definiendo (“el conocimiento está en la acción”), pero la gracia
de los métodos canónicos es que son inertes, estandarizados y eso le gusta a
los ministros y a los funcionarios. Los esfuerzos de estos bravos refutadores
epistemológicos han carecido hasta ahora de la fuerza testicular que sí fue
capaz de mostrar la señora Thatcher, quien con sus políticas ha logrado
destruir en tres décadas gran parte de la cultura europea de los institutos
politécnicos y academias de arte que datan del siglo XVII. Sobre esto hay
un bonito libro de entrevistas a profesores de escuelas de arte europeas post
Thatcher, se llama “Ch-ch-ch-changes: Artists Talk About Teaching”, editado
por John Reardon.
Pero entretanto hay que seguir viviendo. Los académicos que habitan
en la falsedad exhiben indicadores visibles que delatan su traición valórica:
cabelleras casposas, mirada opaca, oficinas sórdidas, conversaciones
irrelevantes, vestimenta grisácea, gestos artificiales, cautela al decir, intriga
al actuar, caminar ralentizado, atención siempre dispersa. Uno sabe, al hablar
con uno de esos lagartos que somos o hemos sido un poco todos en esta
universidad moderna que a ello nos obliga, que en aquel modo del discurso
la verdad es apenas un acompañamiento anecdótico. Lo verdadero y lo real
son categorías inciertas, y por ello escasamente atendidas.
Con tales modelos de humanidad autolesionada, los estudiantes no tardan
en hacer lo mismo, cayendo también ellos en el opaco agujero de las notas,
los intereses falsos, el lenguaje artificial, los trabajos absurdos, el copy/paste,
la gesticulación a la medida de los evaluadores. La falta de espontaneidad es
lo que caracteriza a las relaciones que hoy mayoritariamente se establecen
en el aula y en las salas de reuniones o de trabajo, en los proyectos de título.
Esos mismos espacios parecen ridículamente obsoletos en la cultura digital
en que acelerada y burbujeantemente vivimos.
Una buena escuela o departamento se nota de inmediato por el modo como
se mueve la gente, por su dinámica, y en el caso de las disciplinas artísticas o
creativas por su productividad claramente visible, por su fecundidad, como
anotaba Whitehead. El taller de Gaudí o el taller del Verrocchio mostraban el
vigor de su hacer sin necesidad de planillas excel ni de papers. Los maestros de
los talleres escribían, eso sí, algún tratado de vez en cuando, como lo hicieran
Durero, o Leonardo, o Francisco Pacheco, o Vasari, o Kandinsky y Klee.
La universidad de hoy, sin embargo, premia a los nerds y castiga o
ahuyenta a los espíritus creativos y a las almas dinámicas. El lenguaje entero
de la universidad se ha vuelto insoportablemente nerd. No parece que nadie
en el mundo coleccione papers o se los lleve a las vacaciones para leerlos
o se los regale a un ser querido. El lenguaje y el fraseo positivista de los
papers científicos es estiércol cuando lo llevamos al mundo de la creación
artística. La creación artística es siempre nueva, sorprendente, y no arranca
de hipótesis alguna. Tenemos al arte, apunta Nietzsche, para no morir a causa
de la verdad. Pero eso no lo saben nuestros vicerrectores.
La verdad es insoportable (nos habla de nuestra fugacidad atroz, de cómo
la muerte nos devora un poco más a cada acto de vida) y por eso ha sido
arrojada fuera del sistema universitario, y el arte como sucedáneo soportable
de esa verdad insoportable también está siendo barrido de allí.
Toda la basura de pruebas, exámenes y tesis con las que trabajamos en el
ambiente académico no pasa en general de ser eso, basura. El conocimiento
como algo que se debe demostrar en un test es un asunto lateral en la vida
real. Las revistas indexadas son leídas exclusivamente por los autores de
los artículos publicados, es decir que cada cual lee a lo sumo el suyo. Un
comentarista especializado en educación superior del diario británico The
Guardian hizo un cálculo somero de cuántos papers producen anualmente
los académicos de todo el mundo bajo la presión de los indicadores, y
calculando que cada uno de esos papers ha sido aprobado y por tanto leído
por un comité de tres o cinco integrantes, llegaba a unas cifras exorbitantes,
increíbles, imposibles de digerir por la sociedad.
La jerga plana del paper, su previsibilidad estilística, el manierismo
morfológico del título, palabras clave, abstract en inglés, citaciones insistentes
y redundantes, lo convierten en una herramienta muerta antes de nacer cuando
de conocimiento artístico o humanístico se trata. Las capas sucesivas del
lenguaje artístico o literario, los repliegues de la forma, no tienen cabida en el
estilo forzosamente cándido del paper, construido bajo la lógica anglosajona de declarar todo lo que se va a hacer y de hacer finalmente todo lo que
previamente se ha declarado.
Dicen que los espacios artificiales son aquellos a los cuales si no hay castigo
uno no concurre, por ejemplo las oficinas o las salas de clase, en tanto que a
los espacios naturales como la casa, o un taller, llegamos de todas maneras y
sin que nos obliguen. La universidad se ha vuelto un espacio crecientemente
alienado y esclavo, del todo artificial, en manos de operadores burocráticos
empeñados en convertir lo cualitativo en cuantitativo, una y otra vez.
En el fondo, lo que hay en juego es la eterna confrontación entre dos modos
de ver y vivir la existencia. O mediante el miedo, o mediante el placer. O
resignándose a ser esclavos, o intentando ser dueño cada cual de sí mismo.
Nadie crea desde el miedo, y cualquier aprendizaje que desde el temor se
hace es rígido y castrador, restrictivo. Todo lo que sabemos, lo que nos orienta
y tiene sentido para nosotros, aquello que nos abre a la existencia, nace de
convicciones cálidas y profundas, de nuestra humanidad compartida. Una
humanidad que la universidad de hoy no tiene como indicador.
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