La universidad en la actualidad, sea estatal o privada coordina sus acciones en torno al mercado y se orienta al “cliente estudiantil”, constituyendo una relación clientelar, que impregna el sentido común, legitimando esta mal llamada educación superior.
El Dínamo |
Ante un interesante debate que se está vislumbrando en educación respecto a financiar o no a todo el sistema educativo y ante la hábil apuesta- evidentemente para resguardar intereses corporativos- por parte de sectores del CRUCH y actores con propuestas como el Rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña sobre el “rol público” que deben tener las universidades- sin importar si son privadas o estatales- para justificar su financiamiento, me gustaría agregar más elementos a una discusión que tiene larga data en el movimiento estudiantil.
Hoy, sin importar si la universidad es de régimen patrimonial público o privado, transversalmente, es decir tanto en el CRUCH como fuera de este, podemos ver con claridad que nos encontramos inmersos en una universidad neoliberal: dependiente del mercado, que actúa como una empresa educativa, de organización vertical, obligada al autofinanciamiento y a competir por fondos escasos, en la cual prácticamente no existen los conceptos de autonomía, democracia participativa, libertad de cátedra, elección de autoridades, entre otros. Por lo cual, la universidad en la actualidad, sea estatal o privada, coordina sus acciones en torno al mercado y se orienta al “cliente estudiantil” constituyendo una relación clientelar que impregna el sentido común, legitimando está mal llamada educación superior. De esta manera aparece la universidad tecnocrática, supuestamente neutra, orientada a las necesidades del mercado y globalizada. La autonomía universitaria se reduce a alianzas con empresas -o derechamente son empresas como Laureate- con o sin fines de lucro, proveedoras de servicios educacionales; la investigación mayormente es inexistente o acotada y el mérito de las becas está asociado a los rendimientos demostrables dependiendo de la formación educacional recibida previamente y del capital social de origen familiar.
Pese a lo anterior, para poder avanzar en el paradigma de la educación como un derecho social universal, debemos entender que debe existir una hegemonía del sector público y no de universidades tradicionales ni privadas – como establece la reforma del 81 impuesta por la Dictadura militar – sino que de universidades que materialicen la función pública de la educación. Para ello, debemos redefinir “lo público” que no se acota exclusivamente al régimen patrimonial entendiendo que nuestro horizonte es recuperar la educación pública con gratuidad y acceso universal a través de un Estado garante de derechos. Esto requiere a la vez establecer que el Estado debiese tener un trato privilegiado con sus Universidades y no exclusivo, ya que estas, a priori, deberían ser las universidades de todas y todos los chilenos.
Por lo tanto, el conjunto de las instituciones de educación superior deben ser parte de un programa nacional de educación que regule a todas las instituciones, elimine el lucro efectivo (con o sin fondos públicos), sometidas a transparencias y contraloría, que provea la generación de universidades complejas (extensión, investigación, ETC) con mecanismos que busquen corregir las brechas sociales con las cuales ingresan sus estudiantes – reforma al sistema de acceso – y no simples aparatos ideológicos del sistema dominante que reproducen las desigualdades sociales.
El reivindicar como pilar fundamental la democratización permite disputar la lógica instalada de pensar que sólo con el cambio de dominio patrimonial las lógicas de la educación de mercado se acaban, cuando puede terminar siendo el camino a la perfección del neoliberalismo en educación. De esta manera, desde un punto de vista económico-financiero el Estado —garante de derechos— se debe ocupar de las instituciones de educación permanentemente, por ejemplo la necesaria intervención estatal que debió tener la crisis en la Universidad del Mar. Sin embargo, la administración, es decir el gobierno y la gestión académica de cada institución bajo ningún punto de vista puede encontrarse sometida al Estado, por el contrario, se debe reivindicar la plena autonomía de la comunidad universitaria, involucrando democráticamente en su dirección a todos los estamentos e inclusive a organizaciones sociales, científicas y culturales. De esta manera su comunidad apropiándose de lo público y lo colectivo permite corregir los vicios existentes y tolerados por la codicia y desidia de la educación de mercado.
Esta propuesta significa gratuidad – en tanto Derecho Universal – y la recuperación del necesario vínculo de la universidad con la sociedad. De esta forma, se resguarda a los estudiantes y sus familias que se endeudan en función de la última y perversa promesa que hizo este modelo de desarrollo: el educarse y la movilidad social. Para ello, hay que vencer la idea de que el empresario pueda entrar en la educación, y hacerlo bien, ya que le hace daño a la generación y extensión de nuestra cultura, en la medida en que parámetros mercantiles no son propios de la esfera universitaria.
Sin embargo, se debe establecer que no puede haber financiamiento directo a instituciones que no estén dispuestas a cumplir con las condiciones de un sistema público de educación superior, regulado por el Estado. Es aquí donde la discusión sobre “rol público” – como concepto – no tiene cabida en los nuevos desafíos de una reforma educativa, ya que esta idea conjuga una salida estratégica para Universidades que siguen manteniendo lógicas mercantiles y no están abiertas a establecer proyectos educativos pluralistas y democráticos, en tanto a investigación y libertad de cátedra.
Por último, para el avance y discusión de una reforma educativa acorde a las demandas que desde el movimiento estudiantil se han levantado, hay que divorciar el matrimonio entre Derecho a la educación y negocio; sin esto no se puede establecer un sistema público en educación, que logre construir una sociedad democrática e igualitaria.
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