La directora del Instituto de la Comunicación e Imagen y Coordinadora del Diplomado de Periodismo de Investigación de la Universidad de Chile, realiza en esta columna un análisis crítico a la indicación aprobada por el Senado que pretende endurecer las sanciones a quienes filtren el trabajo del Ministerio Público, medida que afectaría directamente la labor periodística.
El intento de aplicar una nueva "ley mordaza" para evitar las filtraciones de las investigaciones de los fiscales que aprobó el Senado -el martes 25 de marzo-, por la unanimidad de sus miembros da para muchas lecturas. En un ambiente como el que vivimos hace ya más de un año, cargado de desconfianza hacia la clase política, no hay una explicación fácil para comprender cómo una instancia tan supuestesa indicación legal que pretende modificar la ley orgánica del Ministerio Público. Esta daña severamente un derecho fundamental: la libertad de expresión y el acceso de la ciudadanía a la información, piedras angulares de los demás derechos humanos y sociales. Así se entiende en países que suelen ser dados como ejemplo en estas materias, como Estados Unidos que resguarda estos principios en su famosa Primera Enmienda Constitucional. Por estos mismos días, paradójicamente el Gobierno francés impulsa un estatuto para proteger a las personas que filtren información tendiente a descubrir hechos de corrupción.
En Chile, los periodistas, así como tuvimos que clamar en tiempos de dictadura para defender esos derechos inalienables estamos levantando la voz ante lo que consideramos un atropello que no solo puede dañar seriamente nuestro ejercicio profesional y la posibilidad de ejercer nuestra responsabilidad con la sociedad, sino que corromper por la vía de la censura y la autocensura a todos quienes podrían ser eventualmente castigados por infringir la nueva disposición. "Sin libertad de expresión no hay democracia", coreábamos en la calle en ese oscuro ayer dictatorial. Volvemos a reiterar esas palabras con energía hoy, convencidos de que un periodismo que investiga y que informa con seriedad es indispensable para la existencia y la calidad de la democracia.
A la vez, como lo dejó en claro en sus impactantes declaraciones el presidente de la Corte Suprema Hugo Dolmestch, la actuación del Senado significa un gran paso atrás en la administración de justicia: es una vuelta al "secreto del sumario", dijo él. Y un retorno a todos los silencios y oscuridades de la antigua justicia procesal penal, podríamos agregar. Y qué decir de los avances en materia de transparencia, como lo ha manifestado el profesor Eduardo Engel, quien afirma que con esa disposición no se habrían logrado las propuestas de la Comisión de Probidad. Y, desde luego, las posibilidades de investigación del Ministerio Público se verían castradas, limadas y hasta en ocasiones anuladas. Por algo la Asociación de Fiscales fue la primera en levantar la voz contra la medida apoyada por sus superiores.
¿Qué les pasó a esos senadores Alfonso de Urresti (PS), presidente de la mentada comisión, Felipe Harboe (PPD), Pedro Araya (independiente pro DC), Alberto Espina (RN) para no vislumbrar el alcance de lo que estaban decidiendo? El caso de Hernán Larraín, presidente de la UDI, podría ser diferente porque desde que se inició el destape del caso Penta la UDI apareció enredada a tal punto en los líos de dinero y política que sus dirigentes trataron de limpiar sus responsabilidades culpando a fiscales y periodistas. Y desde un comienzo "las filtraciones" y lo que llaman "la mediatización de la justicia", fueron blanco predilecto de los ataques gremialistas.
¿Pero qué le ocurrió al Senado completo que aprobó por unanimidad esta penalización de las "filtraciones" que claramente apunta a proteger a los protagonistas de delitos de cuello y corbata? ¿Es que no se dan cuenta que una ciudadanía crítica y alerta no quiere más componendas ni arreglos entre cuatro paredes? Uno se pregunta si estos legisladores tienen conciencia clara de lo que sucede en el país real donde se añora transparencia, verdad y justicia. O si sus preocupaciones y ambiciones no los dejan salir de una burbuja que los mantiene aislados de todo lo que pasa más allá de sus oficinas y salas de sesiones. Alejandro Guillier, el senador periodista dio una respuesta honesta: "Me pasaron un gol de mediacancha", dijo en Televisión Nacional el domingo 28. Y reconoció su error que atribuyó a la presión que los parlamentarios tienen en el Congreso. Es posible, suena creíble. Poco o nada han dicho los demás involucrados en tan unánime gesto, salvo tratar de defender lo indefendible, sin hacer contacto con la ciudadanía que los mira atónita.
Uno de los argumentos más escuchados en estos días por los que quieren mandar a la cárcel a todo quien devele un hecho bajo investigación o difunda "una filtración" es que esta insólita medida, que va acompañada de la extensión del plazo para indagar sería que el objetivo es "proteger el éxito de la investigación". Lo curioso es que no se conoce ni se ha nombrado un caso que haya fracasado por esta razón. Por el contrario, lo más probable es que la investigación sobre Pablo Longueira, ex ministro y ex senador, que justamente en estos días ha llevado al fiscal de Valparaíso, Pablo Gómez, a formalizarlo no habría llegado al punto que llegó si no hubiera sido por “las filtraciones”. Los correos electrónicos que publicaron sucesivamente la revista Qué Pasa, Ciper, The Clinic,La Tercera han sido determinantes. Después de esas "revelaciones" y "divulgaciones" que tanto disgustan a los senadores, el fiscal Gómez - a cargo del caso desde diciembre por voluntad del nuevo fiscal nacional-, se dio una vuelta en el aire: en febrero había dicho que no había razón para investigar a Longueira y que los plazos estarían prescritos. Ante las primeras tandas de correos tuvo que reconocer que estaba investigando para terminar en la formalización del ex coronel de la UDI esta semana, cosa que el acusado encuentra muy injusta porque él se ha negado a prestar declaración. Claro que eso es otro asunto, por lo demás pintoresco, puesto que él mismo se ha negado a hacerlo en dos oportunidades.
Otro argumento equívoco es el que han dado algunos senadores y otros defensores oficiosos de la medida al indicar que es necesaria una penalización así para poder avanzar en la investigación referida a delitos en casos de narcotráfico y de terrorismo. Lo que no saben o no dicen es que esas situaciones ya están suficientemente reguladas por las disposiciones sobre lavado de dinero, donde existen penas de hasta cinco años para los fiscales que violen el secreto de esas causas.
Pero más allá de las explicaciones que van y vienen, esta medida está inserta en un contexto más amplio. Sin ir demasiado lejos, ya a mediados del año pasado en pleno desarrollo de la investigación del caso Soquimich y cuando el proceso referido a la empresa controlada por el ex yerno de Augusto Pinochet, Julio Ponce Lerou, estaba bien avanzado empezaron los tironeos entre la Fiscalía Nacional, encabezada entonces por Sabas Chahuán, y el Servicio de Impuestos Internos. Se habló de presiones, salió el ex director Michael Jorrat y el ex director jurídico Cristián Vargas. Y surgieron testimonios que involucran al ex ministro del Interior Rodrigo Peñailillo en capítulos semiocultos de esa historia de presiones. Pero después de esos agitados episodios, que incluyen entre otras cosas la formalización de Giorgio Martelli, las querellas del SII fueron más esquivas y personalizadas. Los obstáculos para las investigaciones de los fiscales, más arduos.
Más adelante se ha podido apreciar una notoria diferencia en la marcha de estos procesos desde que tomó el timón del Ministerio Público el nuevo fiscal nacional Jorge Abbott, quien ya desde antes de asumir su mandato en diciembre, empezó a manifestar que quería dar otro cariz a la labor de la Fiscalía. Sabas Chahuán a partir del caso Penta había logrado colocar a esa entidad en un sitial de respeto que despertaba la confianza ciudadana. Uno de los objetivos que se propuso el ex fiscal nacional, como lo dejó escrito en la Memoria de su período, fue perseguir los delitos de cuello y corbata. Y con tensiones y problemas, lo había logrado en buena medida.
Por rara coincidencia a los pocos días de aprobarse la polémica indicación que pretende penalizar las filtraciones y a quienes develen y difundan hechos que están bajo investigación, el fiscal Abbott reiteró su interés en que se apuren las causas referidas a Penta y Soquimich. Y otra casualidad -o talvez causalidad- los senadores Felipe Harboe, Alberto Espina, Pedro Araya, integrantes de la Comisión de Constitución han sido entusiastas defensores de esta cuestionada iniciativa del Gobierno incluida en la ley corta antidelincuencia apoyada por la Fiscalía. Los tres fueron clave en noviembre pasado en el nombramiento del fiscal Abbott como primera figura del Ministerio Público.
Como no hay mal que por bien no venga, según dice el refrán, habría que esperar que el coro de voces que se levantó contra esta iniciativa logre detener su aprobación en el Congreso. Ya hay demostraciones de que los diputados no quieren arriesgarse en el poco glorioso camino que asumieron los senadores. Incluso el ministro del Interior Jorge Burgos, quien fue impulsor de la fórmula ha dado señales de arrepentimiento. Y el ministro Vocero Marcelo Díaz salió esta semana a precisar que se preocuparán de que no afecte a los periodistas. Pero el asunto no es solo eso. Aunque la voz fuerte de los afectados y de la ciudadanía expresada en redes sociales está haciendo efecto, no hay que bajar la guardia. Porque de hacerse realidad una penalización como la pretendida la censura y la autocensura llegarán con más fuerza a fiscales y periodistas. Quienes defienden privilegios y silencios no se darán por vencidos en un solo capítulo. La serie continúa y es mucho lo que está en juego. La alerta debe continuar si se quiere vivir en una democracia en serio.
A propósito de este episodio vale la pena recordar lo que sentenció la Corte Suprema de Estados Unidos en 1971, respecto de la polémica suscitada por la filtración y publicación de los documentos del Pentágono sobre la Guerra de Vietnam en el New York Times,primero, y en el Washington Post, después:
“Una prensa fastidiosa, una prensa obstinada, una prensa agresiva es algo que debe ser soportado por aquéllos que ejercen la autoridad, precisamente con el fin de preservar nuestros mayores valores: la libertad de expresión y el derecho de la gente a estar informada...”.
fuente: Columna de opinión de la profesora María Olivia Mönckeberg
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